Escribir no es simplemente poner palabras en una página, es sumergir la pluma en el alma y dejar que fluyan los pensamientos más profundos.
Virginia Woolf
Un buen día alguien contactó conmigo a través de LinkedIn para hacerme una oferta que no podría rechazar.
¡Por fin! Por fin me estaba sucediendo a mí.
Esa bendita red social me daba la oportunidad de mi vida: escribir novelas sobre las historias que me habían acompañado en la infancia.
Pintaba tan bien...
Me preguntaba "¿por qué yo?", pero también me contestaba "¿por qué no? Has trabajado duro para llegar hasta aquí. Esto es solo la recompensa".
¡Y qué recompensa!
Comenzó el intercambio de emails y todo eran vítores y aplausos. Me estaba embarcando en algo que ni yo misma podía creer.
Me sentía tan privilegiada que flotaba.
Todo estaba tan bien planteado que ni siquiera me di cuenta de que me faltaba información. Lo fui descubriendo cuando los demás me preguntaban cosas que no sabía responder.
¡Qué más da! Allá iba yo en el proyecto más increíble en el que podría estar jamás (sí, porque así me sentía).
Mandé el primer avance como quien acude a su primera ecografía, y los elogios y aplausos se escucharon en Marte.
¡Guau! Esto no hacía más que mejorar. Ya podía notar los primeros movimientos en mi barriga. ¡Era una sensación indescriptible!
La gestación avanzaba y, "ecografía tras ecografía", todo iba viento en popa y a toda vela. La escritura avanzaba y el plazo lo tenía más que controlado cuando comenzaron los contratiempos.
Las indicaciones técnicas que en un primer momento se me dieron comenzaron a ser inalcanzables.
Entonces me fijé mejor en los ejemplos que me habían enviado: dos historias completamente distintas con el mismo número de capítulos y páginas. ¿Casualidad? Puede...
Yo no podía cumplirlas. Era imposible. La historia no daba para más y, si me tenía que ceñir al tenor literal de la historia, sin inventar, solo narrar, aquello sería del todo imposible.
El número de emails se incrementó exponencialmente, alguien al otro lado me tranquilizaba y me animaba todo el tiempo.
¿Por qué dudaba yo? Porque el norte se estaba disipando. Si la historia ya estaba narrada y no había más que contar, ¿cómo podía quintuplicar el número de caracteres alcanzados hasta el momento?
Me documenté como no lo hice para la tesina en la carrera. Ya era toda una experta en la materia, podría haberme dedicado profesionalmente a hablar solo de eso, que pocas personas me habrían podido echar la pierna encima.
Pregunté por activa y por pasiva si lo que querían era que introdujese datos técnicos para llegar a esos caracteres, que me parecían lo mismo que alcanzar la luna.
La respuesta siempre era la misma: hay que llegar a esos caracteres. Otra cosa no es posible.
Empecé a sentirme pequeñita. El proyecto me venía grande. Muy grande. Lloraba como una niña pequeña. ¿Quién me había mandado a mí a meterme en semejante vergel?
Pero no podía rendirme. Mis hijos estaban entusiasmados con la idea. Mi marido. Mis mejores amigos contaban las horas para tener ese libro en las manos.
No podía decepcionarlos.
Saqué horas al día de donde no había, subestimé el cansancio y dejé de comer con mi familia. En todo, yo solo veía tiempo que ganar.
Los emails eran cada vez más específicos, más detallados y mis preguntas más concretas.
Yo misma dejé de creer en lo que estaba haciendo porque, desde la entrega que yo consideré final, todo se había desvirtuado. Aquello ya no era una novela, ¡era un tratado científico!
Daba igual, solo había un número que alcanzar.
Y escribí, y escribí... Y los caracteres cumplí.
No podía creerlo, no porque no me hubiese costado sudor y lágrimas (muchas lágrimas), sino porque aquello no me representaba.
Empecé a ver cosas que no terminaban de convencerme, aún con la inseguridad de una primeriza, y así lo hice saber.
Pero no tenía de qué preocuparme: al otro lado alguien me garantizaba que el trabajo ya estaba hecho. Había seguido cada paso, había ido comprobando cada entrega. No había razón para temer...
Todo eran síes y sonrisas.
Y al cabo de unos días llegó EL EMAIL: aquello no era lo que se me había pedido.
Me faltan los adjetivos para describir cómo me sentí en aquel momento. Había invertido tanto de mí... Demasiado. Pero, sobre todo, era la sinrazón de decirme ahora, "a buenas horas, mangas verdes", que aquello no era lo que se pedía.
Después de llevar decenas de emails advirtiéndolo, de incluso decir "hasta aquí he podido llegar"... Ahora. Ahora no era lo que se pedía. ¿Y el seguimiento que se estaba haciendo?
Ya no podía dejarlo, hacerlo significaba que todo el tiempo que le había restado a mi vida y, aún más grave, a mi familia, se iría por las cañerías del desagüe.
Comenzaron las reformas: corta aquí, resta allá, usa paja en lugar de madera de teca...
Intentaba por todos los medios que no se me cayese el tejado encima, afianzaba los cimientos con lo que podía, pero era imposible. Yo no creía en lo que estaba haciendo y aquello no se sostenía por ningún sitio.
Ya está. Llegó el momento de rendirse.
Dicen que una retirada a tiempo también es una victoria. Esto estaba acabando conmigo...
Pero una llamada me insufló el aliento que necesitaba. Como esas palmadas en la espalda que te empujan hasta la meta.
Y volví a reescribirlo TODO. Tenía que volver sobre mis pasos y rehacer el camino de otra forma.
No podéis imaginar el orgullo que sentí. Después de haber pasado todo lo que había pasado, allí estaba: mi retoño.
Y como en un proceso de madurez forzada, mis preguntas cambiaron, ahora iban en una dirección: la de la desconfianza.
El tono de los emails cambió.
Había preguntas que no hallaban respuesta, promesas que no se cumplieron jamás y otras que ahora se relativizaban descaradamente.
Aquello no era lo que habíamos hablado.
Resultó que ese hijo de papel que con tanto dolor y amor había alumbrado no me pertenecía ni lo haría jamás.
Tenía mis ojos, mi sonrisa. Se había forjado en mis entrañas, pero jamás me diría "mamá".
Ahora todo tenía sentido: solo había sido una mente de alquiler. Un lugar donde gestar para otra "familia" que disfrutaría de todo cuanto yo solo podría soñar.
El desconocimiento, la inocencia, el exceso de confianza, la falta de experiencia... Me habían guiado por un mundo en el que nunca había estado: la escritura fantasma.
Había oído hablar de ella. Sabía que muchas personas se dedican profesionalmente a ello y que consabidos nombres hacían uso de la misma. Me parecía un acto de generosidad como pocos, pues para mí escribir era justo eso: alumbrar. Sacar de tu corazón y de tu alma algo de ti, pero en este caso, sin ti.
Jamás pensé que me dolería tanto ser un ente incorpóreo.
Ahora veo el fruto: un libro tan bonito, tan mío. Tan yo. Lo miro y recuerdo cuánto esfuerzo me costó cada punto y cada coma que lleva.
Y siento una mezcla de orgullo e impotencia. Un cuerpo, una mente y un alma trabajando juntos para dar a luz algo que jamás les pertenecerá.
Y te queda un vacío muy grande que solo llena una lección que no olvidarás jamás.
Si has llegado leyendo hasta aquí, mi intención es avisarte: no te dejes deslumbrar nunca por una oferta, por maravillosa que sea, por bien que te la pinten. Pregunta. Pregunta hasta la saciedad, y lee. Lee aún más. Investiga sobre la otra parte y no firmes nada sin estar completamente seguro de qué pasará con el resultado final. No te conformes con contratos ambiguos y poco detallados. Garantiza tu autoría si así lo deseas.
Yo no firmé un contrato de servicio de escritura: yo vendí mi alma al mismísimo diablo sin saberlo, porque eso no fue lo que se dijo en ningún momento (es más, tengo por escrito lo contrario).
El caso es que tengo que quedarme con lo que de verdad importa. Esa es mi meta en la vida: enfocar siempre hacia el lugar correcto.
¡Lo conseguí! No acabó como esperaba, pero me propuse algo que me parecía inalcanzable, y lo logré.
Porque nunca sabes de lo que eres capaz hasta que la vida te pone a prueba y sacas lo mejor de ti. Eso que ni tú sabías que tenías.
Me queda la esperanza de que se disfrute de su lectura, con otro nombre, en otra familia, pero con mis ojos y mi sonrisa.
(*)
Quiero dejar claro que esta que aquí se relata es MI historia y nada más. No pretendo hacer ningún tipo de manifiesto ni crítica hacia ningún sector profesional. Respeto profundamente a todo el que pone su corazón en lo que hace. Solo pretendo que quien la lea se quede con ese recelo que le permita tomar siempre las decisiones correctas, porque en el mundo de los contratos, debe imperar la buena fe contractual, pero, por si acaso, mejor dejarlo todo por escrito.
Creo firmemente que el símil que he usado sobre la gestación subrogada es el que mejor refleja cómo me siento. No pretendo, bajo ningún concepto, frivolizar sobre dicho procedimiento ni ir más allá del mero uso metafórico.
Gracias.
Azahara Castillo